sábado, 17 de diciembre de 2016

Enunciación y narración


Los enfoques sobre la enunciación y la narración en el cine.



Sin apartarnos del campo de lo literario, si buscamos una conexión entre la enunciación y la narración obtendríamos que:
·         La indagación sobre los lugares de emergencia del enunciador en el texto da cuenta de las instancias textuales competentes para generar efectos enunciativos. Responde a la pregunta: dónde y de qué modo emerge el enunciador en el texto.
·         Podríamos pensar que estas modalidades de emergencia textual del enunciador, por ejemplo si se encuentra más o menos borrado, si se pone más o menos afuera entrarían finalmente en la categorización del enunciador global del texto. Desde este enfoque responderíamos a la pregunta: cómo es el enunciador, cuál es su convocatoria al enunciatario.
·         En la literatura, el narrador es efectivamente una voz que da a conocer el relato. Esta voz se construye indudablemente a través de las marcas enunciativas presentes en el texto. Se respondería aquí a la pregunta: desde dónde y de qué modo se expresa el enunciador textual. Si estamos en presencia de un relato, este enunciador global del texto se expresará a través del narrador.
·         Por último, este narrador elige transmitir o escamotear saber sobre la historia narrada. Para ello se ubica, en cuanto al caudal de saber que detenta por encima de los personajes, a su nivel o por debajo de ellos. El estudio de la focalización o punto de vista responde a la pregunta: cuánto sabe el narrador en relación con los personajes. Se centran habitualmente en cuestiones como la mirada a cámara, la cámara subjetiva, la voz en off, las tomas desde ángulos raros, las panorámicas o travellings particularmente indicativos o comentativos de lo que sucede en la historia. Es decir, presencia de un yo que deja traslucir su enfoque, su opinión.


Mabel Tassara


Fragmentos de Es castillo de Borgonio, Colección del Círculo, Atuel, 2001

sábado, 3 de diciembre de 2016

El cine y su cambio de representación


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La modernidad o el cine legitimado desde el punto de vista estético


A mediados de la década de 1950 la modalidad de representación clásica entra en crisis por la aparición de una serie de factores y nuevamente se especula con la muerte del cine. En general se reconoce que la competencia de un medio como la televisión y las nuevas posibilidades técnicas que facilitan la filmación en escenarios naturales llevan a colapsar el sistema de estudios. También puede indicarse cuestiones como el profundo desfase entre los requerimientos de los criterios de los sistemas de censura y las pautas culturales que surgen luego de la Segunda Guerra Mundial en el marco de las distintas variantes del Estado de Bienestar. Finalmente es necesario señalar el agotamiento del modelo de representación del cine clásico. La narración tradicional entra en un callejón sin salida ya sea por una repetición abusiva de esquemas, personajes y situaciones o porque desde distinto ámbitos se tensan sus límites. El tipo de espectador construido por la modalidad de representación dominante parece no corresponderse con una audiencia específica por lo que se registra una importante disminución de las recaudaciones que provoca la desaparición de salas de exhibición y la quiebra de productoras.
En el marco de esta crisis irrumpe una modalidad de representación que se construye a partir de un cuestionamiento del cine clásico. La debilidad de una industria con una fuerte tendencia a la concentración permite el surgimiento de nuevas formas de producción y propuestas estéticas. Entonces se conforma lo que se conoce como cine moderno. En numerosos países se perfilan corrientes como la Nouvelle Vague francesa, el Free Cinema inglés, el Cinema Novo brasileño que se plantean formas de producción más ágiles que las de los grandes estudios y logran una renovación del lenguaje cinematográfico. Los nuevos cineastas amplían el campo de lo decible tanto a través del abordaje de temas prohibidos en el marco de la industria (una visión más explícita del sexo, recuperación de las políticas contestatarias) como a través de una renovación de las modalidades de narración y representación de la vida social. Las transformaciones logradas se conectan y potencian con una redefinición de la estética cinematográfica. Para los críticos, los teóricos y buena parte de los realizadores y el público el cine es un arte en la misma medida que la literatura o la plástica. La valorización estética de la cinematografía se sostiene a partir de la aparición de una postura auto reflexiva por parte de los cineastas. Recién en este período se consolida una posición que dentro de las artes consagradas ha venido desarrollándose a lo largo de todo el siglo XX: el interés pasa de la capacidad de representación del mundo a un cuestionamiento de dicha representación. Para lograr este objetivo el cine moderno busca deliberadamente quebrar la enunciación transparente del cine clásico. De esta manera construye un distanciamiento crítico respecto al modo en que presenta sus historias. Desde el punto de vista del relato hay un debilitamiento de la causalidad narrativa cerrada y omnisciente junto con un juego con las convenciones del cine tradicional. En este contexto el centro de interés pasa de sostener la validez de sus enunciados como una representación fiel del mundo a hacer visible el proceso de enunciación que le da origen.
En relación con esta postura se define una estética que homologa el lugar de los directores con el de los autores de las disciplinas consagradas y el de los filmes con las obras de arte. Dentro de este contexto la inclusión en el campo del espectáculo que había sostenido la legitimación durante la etapa clásica industrial es minimizada o, en la mayor parte de los casos, consideraba negativa. En casos extremos (el cine político generado luego de Mayo del 68, el cine militante latinoamericano) el enfrentamiento con la institución cinematográfica llega hasta cuestionar las modalidades tradicionales de exhibición. Si bien las corrientes que surgen de la crisis del cine clásico abarcan casi todo el planeta y se expresan aun en lugares en los que no se había alcanzado una producción industrial, no consiguen consolidar una audiencia amplia y homogénea equiparable a la que lograba la industria cinematográfica tradicional. El nuevo modelo de espectador activo y reflexivo construido por la modernidad cinematográfica no se integra con facilidad dentro del sistema tradicional que, pese a su debilidad, sigue funcionando.



Gustavo Aprea

“Las muertes del cine” en El fin de los medios masivos. El comienzo de un debate, Mario Carlón y Carlos A. Scolari (Eds.), Buenos Aires, La Crujía, 2009



martes, 5 de enero de 2016

El guión en el cine

El guión cinematográfico




El guión, ese relato narrado en una determinada cantidad de páginas, cumple en principio, una función mediática, y es por ello EFÍMERO, pues está destinado finalmente a desaparecer, o en el mejor de los casos, a ser otra cosa. Su destino final es su transformación. Ese relato será en definitiva expuesto en imágenes y sonidos a partir de una pantalla.
Es asimismo y por naturaleza un objeto ciertamente AMBIGUO, pues si bien al trabajar en un guión hacemos uso de la palabra escrita, no por ello debemos pensar que transitamos con comodidad en los espacios reservados a la producción literaria. En realidad, en el guión, nuestro “texto” describe imágenes y sonidos. Nuestra tarea siempre apunta a describir en términos de imágenes y sonidos elementos organizados narrativa y dramáticamente para conformar y converger en una propuesta cinematográfica.
Es también el guión, un objeto PROVISORIO, es decir condicional, inacabado, siempre sujeto a una posible relectura, un posible cambio o alteración. El llamado “corte final” del director o productor en la sala de montaje, confirma su carácter siempre provisional.
No está destinado a que la gran masa del público lo lea. Son muy pocos los que se asoman a su lectura. Esta minoría busca en el guión satisfacer su propia necesidad. El actor buscará su personaje y sus líneas dramáticas. El productor buscará fundamentalmente un éxito comercial. El director de arte una propuesta estética. Quizás el realizador tendrá una lectura más completa y reflexiva del guión. Pero aún así todos, sin embargo, querrán algo de él y también pretenderán modificarlo en pare, a fin de satisfacer su propio interés.
Escrito entones para ser leído por muy pocos, el guión tiene sin embargo como destino final millones de espectadores, a partir de su expresión definitiva en términos de imágenes y sonidos.
Escribir un guión es una forma distinta de escribir literatura. Con miradas, con silencios, con imágenes, con acción. Con movimiento y ritmo. Se escriben con discursos, con sonido, con música e incluso con ruidos. Se escribe deteniendo la imagen, haciéndola avanzar rápidamente e incluso, indicando su desaparición.
El guión, en efecto, a pesar de tener atributos no demasiado envidiables, es también el modelo de la futura película. ES UN MODELO A REPRESENTAR.  En definitiva, al guiñar, estructuramos y desarrollamos imágenes y sonidos para construir un modelo, es decir, la primera puesta en escena de una futura película.
El guión es un SISTEMA ABIERTO que fluye hacia adelante y lo que ayer era bueno para la historia, quizás mañana no lo será. Tengamos atención flotante. Sepamos escuchar a nuestros personajes cuando nos dicen casi a gritos, que ése no es el camino. Que lo están manipulando y manipulando la historia. Que por eso no actúa. O no habla. O lo que dice, los discursea incorrectamente. Sepamos escucharlo y no nos cerremos con la ofuscación de los necios.





Fragmentos de:
Lito Espinosa – Roberto Montini, Había una vez… Cómo escribir un guión. Kliczkowski Publisher.


sábado, 7 de febrero de 2015

El sonido en el cine

el cine sonoro: un relato doble


Un anuncio publicitario francés mostraba, hace algún tiempo, un vaso que, ante un fondo neutro, se vaciaba solo mientras se oían fragmentos de conversación (“¡Tómate otro vaso antes de irte!”), el chirriar del neumático de un coche que arrancaba y, finalmente, el tremendo choque producido por un accidente. Así pues, se le pedía al espectador que estableciera una relación de causa-efecto entre dos historias: una, muy sencilla, la demostración de un vaso que se vacía; la otra, más compleja, completamente sugerida por palabras y sonidos.

Generalmente todo está hecho para que el diálogo, o la voz en general, reduzca las ambigüedades de los enunciados visuales, de manera que no percibamos esta dualidad de la película sonora. La mayoría de las veces, lo que ayuda a diferenciar entre las distintas posibilidades es el diálogo. La imagen y la palabra conllevan, pues, dos relatos que se entremezclan profusamente.

Estos esquemas muestran que la relación de sentido entre las imágenes A y B, por ejemplo, es el resultado de su encadenamiento y del sentido de la frase escuchada en A’. Así, en el cine comercial, a menudo se opera el paso de una secuencia a otra mediante una réplica.

Eisenstein, refiriéndose al cine mudo, hablaba ya de la posibilidad de escribir una película como si fuera una partitura utilizando un montaje polifónico: “Un montaje en el cual cada plano está ligado al siguiente no sólo por una simple indicación, un movimiento, una diferencia de tono, una etapa de la evolución del sujeto a cualquier cosa de esta índole, sino por la progresión simultánea de una serie múltiple de líneas, cada una de las cuales conserva un orden de construcción independiente, pese a ser inseparable del orden general de la composición de la totalidad de la secuencia”. Si extendemos esta concepción al complejo audiovisual, podemos considerar que las cinco materias de la expresión (imágenes, ruidos, diálogos, textos escritos, música) tocan, como las diferentes partes de una orquesta, ora al unísono, ora en contrapunto, ora como en una fuga, etc.

Una cuestión, no obstante, queda en suspenso: ¿acaso los ruidos, más allá de las palabras, pueden ser portadores de un relato? Hemos visto, en el ejemplo de la publicidad antialcohólica, que, sin ningún lugar a duda contribuían a su construcción.  

En Elisa, vida mía (Carlos Saura, 1977), la heroína descubre a una amiga, tumbada en una cama, muerta; a lo lejos, se oyen ruidos de martillo absolutamente injustificados. No hay justificación indirecta, puesto que nada delata la presencia de actividad alguna. A partir del momento en que esos sonidos no están en contradicción con la idea que podemos hacer del decorado, tenemos tendencia a aceptar este ambiente sin ponerlo en duda.

El cineasta o el montador realiza su elección en función de la credibilidad sonora: de la misma manera que existían música de persecución, de amor, etc., en los albores del cine, existen ahora atmósferas sonoras para un despacho, una comisaría, una calle, una playa, etc. En este caso, el sonido participa en la construcción de un relato unitario, y ese doble relato del que hemos hablado puede, por así decirlo, quedar neutralizado. Pero si nuestros ruidos de martillo intervienen nuevamente, no en el mismo lugar pero sí en las mismas circunstancias, la situación narrativa es totalmente diferente. Volviendo a Elisa, vida mía, cuando el padre de la heroína está muriéndose, volvemos a escuchar el sonido de ese ambiente (efectivamente, el lugar de la acción ha cambiado). Evidentemente, el sonido nos relata otra cosa: la evolución temática de la ficción hacia la muerte (la primera vez ligada a la muerte de una joven).

Este uso del sonido, relativamente raro, es muy próximo al uso de los leitmotivs, esas configuraciones musicales presentes en las óperas de Wagner o de Berg para señalar al espectador una acción secundaria respecto de la principal: por ejemplo, mientras la línea melódica refleja los acontecimientos que se desarrollan en escena, otra parte de la orquesta interpretará un tema que quedará asociado más tarde o que ya ha sido asociado a otra acción. El cine puede utilizar este camino y convertirse, en toda la amplitud de término, en un doble relato.

Fragmentos de:
André Gaudreault, François Jost, El relato cinematográfico, Ediciones Pairós Ibérica, 1995


sábado, 9 de agosto de 2014

La Televisión

El mundo en una caja

Este siglo convertiría en vivencia cotidiana la visión a distancia, un sueño que muchas generaciones de científicos habían anhelado.


Desde 1930, la radiodifusión de la Unión Soviética, Francia, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos se concentró en experimentos para que la imagen acompañara a la transmisión del sonido. El invento alcanzó su época de oro en la posguerra y ofreció una alternativa ante el deprimente panorama de las ciudades desvastadas por la guerra, la amenaza de una conflagración nuclear, la desolación espiritual y las penurias económicas de los individuos y las familias. Si en 1945 el equipo de visión a distancia era un juguete caro que se vendía poco y mal, en la década siguiente constituía ya una manera de relacionarse con el mundo desde la comodidad del salón familiar.
Además de ser un entretenimiento como la radio y el cine, el nuevo artefacto permitía a la gente presenciar muchos acontecimientos públicos, desde las competiciones deportivas a miles de kilómetros de distancia hasta una sesión de las Naciones Unidas. La experiencia era, por lo regular, más satisfactoria que si se hubiera asistido al acto multitudinario, pues las cámaras ofrecían primeros planos de los protagonistas.
Para algunos, el televisor paralizaba la imaginación, por capturar la atención de la vista y el oído; era preferible la radio porque propiciaba el ensueño y dejaba libre el mundo de la fantasía. Pero la fascinación de ser testigo de una aventura submarina, o de sentirse transportado al mundo épico del caballero Ivanhoe, subyugó a la mayoría. Muy pronto, este aparato receptor de imágenes y sonido modificó las formas de interrelación personal. Ser el feliz poseedor de un televisor, a principios de la década de los cincuenta, convertía a la persona en un individuo envidiable. La reunión social en una casa donde hubiera un televisor tomaba un giro diferente: el aparato se convertía en el centro de atracción, y los invitados disfrutaban la nueva experiencia de abrir una ventana al mundo exterior a través de la pequeña pantalla.
Los críticos comenzaron a hablar de “la caja boba”, cuyas imágenes no guardaban relación con la vida real. En las telenovelas nadie lavaba nunca los platos ni perdía la compostura; las amas de casa cocinaban y tendían las camas con tacones altos, aretes de perlas y faldas impecablemente planchadas. Pero al público eso no le importaba. Al principio, los televidentes sólo disfrutaban de 5 o 6 horas por la tarde y la noche, pero en poco tiempo fue necesario aumentar las opciones de la programación.
Del mismo modo, así como los actores de cine y la radio trabajaban para la televisión, pronto hubo que especializarse o invertir el proceso: si se tenía éxito en la pantalla chica, la fama aguardaba en la pantalla grande.
En 1955, la televisión ya funcionaba regularmente en 34 países, se organizaba en otros 12 y se hallaba en proceso de planificación en 19 más. Estados Unidos tenía gran ventaja sobre el resto del mundo, ya que el 80% de los televisores del planeta se concentraban en su territorio.


Fragmento extraído de Escenas inolvidables del siglo XX, Reader’s Digest de México, 1998

viernes, 23 de mayo de 2014

Los comienzos del séptimo arte argentino

cine argentino en el siglo XX


El 28 de septiembre de 1896, apenas un año después de la primera exhibición en París del cinematógrafo de los hermanos Lumière, las clases acomodadas argentinas pudieron disfrutar de la primera proyección del nuevo invento. Un año más tarde se realizó la primera cinta nacional La bandera argentina (1897), un documental patriótico rodado por un francés, Eugène Py.

Tras unos inicios dominados por el documental y el cortometraje, otro extranjero, el italiano Mario Gallo, rodó la primera película con hilo argumental, también de corte histórico-patriótico, El fusilamiento de Dorrego, en 1907. Hay que esperar hasta 1915 para encontrar la primera película netamente argentina con alguna repercusión: Nobleza gaucha, de Humberto Cairo, ya en la línea sentimental y costumbrista que reaparecerá en varios momentos del futuro de la industria.

Otro inmigrante italiano, Federico Valle, hizo el primer largometraje de dibujos animados en 1916, El apóstol, una sátira política; la primera película argentina con muñecos, Una noche de galán en el Colón, en 1919; y poco después, en 1920, el primer noticiario cinematográfico argentino: Film Revista Valle.

Por aquel entonces, José A. Ferreyra utilizaba con éxito los temas de las letras del tango: el mundo del arrabal, las historias de amoríos, engaños y desengaños, entre otros, pero aún dentro de la dispersión industrial del periodo mudo.

Con la llegada del cine sonoro surgió entre el público la exigencia de escuchar su propio acento, en lugar del castellano al uso en las películas realizadas en Hollywood o en París. En estrecha relación con esta demanda, la producción argentina de aquella época se iba a ver marcada por el auge del tango, en aquel momento la música popular de mayor impacto mundial, que se asumía como algo propio incluso en países tan distantes como la Unión Soviética o Finlandia, y que daría lugar a producciones estadounidenses alrededor del cantante argentino Carlos Gardel.  

Bajo este influjo se rodó en 1933 el primer filme sonoro argentino, Tango, de Luis Moglia Barth. A este éxito siguió ese mismo año el de Los tres berretines, de Enrique T. Susini, y poco después, más desde el campo de la revista musical, Noches de Buenos Aires (1935), de Manuel Romero, o Puerto Nuevo (1936), de Luis César Amadori.  


Por aquel entonces surgió también una generación de nuevos realizadores que floreció antes de la II Guerra Mundial, más orientada hacia un cine de género con aspiraciones artísticas, en la que destacaban Leopoldo Torre-Ríos (La vuelta al nido, 1938), el también actor Mario Soffici (que había empezado con El alma del bandoneón, 1935, pero más tarde hizo las más serias Viento norte, 1937 y Prisioneros de la tierra, 1939, precursora el cine social argentino), y sobre todo, Luis Saslavsky (Crimen a las tres, 1935; La fuga, 1937; Puerta cerrada, 1939; o La casa del recuerdo, 1940), el cineasta del periodo con más aspiraciones intelectuales.

Pero la II Guerra Mundial resultó nefasta para la producción argentina, ya que, debido a las simpatías del Gobierno con las potencias del eje, los directivos de la industria estadounidense dejaron de enviar sus negativos a este país para mandarlos a México, lo que supuso un auge de la industria cinematográfica mexicana en perjuicio de la argentina.

A este hecho se vino a unir el golpe de Estado de 1943, que favoreció el aumento del número de películas en detrimento de su calidad y que aplicó una fuerte censura. No obstante, destacan en este periodo Tres hombres del río (1943), de Mario Soffici; La dama duende (1945), de Luis Saslavsky; A sangre fría (1947) y La vendedora de fantasía (1950), de Tynaire, ambas interpretadas por el actor Alberto Closas –que luego continuó su carrera en España— y sobre todo Lucas Demare, que dirigió Su mejor alumno (1944), Pampa bárbara (1945), y Los isleros (1951).


Después, con la caída del peronismo en 1955, se produjeron una serie de películas de crítica abierta a este régimen, comenzando con la de Lucas Demare Después del silencio (1956). Durante este periodo aparecieron dos jóvenes realizadores: Leopoldo Torre Nilsson, que hizo La casa del ángel (1957), Fin de fiesta (1960), La mano en la trampa (1961) y Martín Fierro (1968); y Fernando Ayala, que dirigió Ayer fue primavera (1954), Los tallos amargos (1956) y El jefe (1958).


Ya en la década de 1960, la influencia de la nouvelle vague francesa en el cine argentino se refleja en títulos como Alias Gardelito (1961), del actor Lautaro Murúa (conocido por sus intervenciones en las películas de Leopoldo Torre Nilsson, autor de la popularísima La Raulito, 1975); La cifra impar (1961), sobre texto de Julio Cortázar, y la inédita Los venerables todos (1962), ambas de Manuel Antín; Los jóvenes viejos (1961), al estilo del italiano Michelangelo Antonioni, y Pajarito Gómez (1964), de Rodolfo Kuhn.


También en estos años y bajo la influencia de la nouvelle vague el actor Leonardo Favio se lanzó a la dirección con Crónica de un niño solo (1964), El romance de Aniceto y Francisca (1967) y El dependiente (1968). Fue entonces cuando se consolidó en el cine argentino una fuerte impronta ideológica, que atrajo incluso producciones extranjeras, como Los inocentes (1962) o La boutique (1967), de los directores españoles Juan Antonio Bardem, y Luis García Berlanga, respectivamente, rodadas en Argentina por problemas con la censura franquista. En esta línea ideológica, que aún hoy perdura, destaca la encuesta neoperonista de cuatro horas y media La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Genio.

Por su parte, Torre Nilsson filmó Güemes, la tierra en armas (1972), Boquitas pintadas (1974), adaptación de la novela de Manuel Puig que alcanzó gran éxito internacional, y La mafia (1971), que explora el tema de esta organización familiar-delictiva un año antes que El padrino, de Francis Ford Coppola.

El golpe militar de 1976 y la dictadura posterior, provocaron una crisis de la cinematografía nacional, y hasta 1980 apenas se realizaron producciones interesantes, a excepción de películas como La parte del león (1978), debut del director Adolfo Aristarain.

Este periodo de crisis se remontó, no obstante, con una serie de interesantes realizaciones que trataban de una u otra forma temas políticos, como Tiempo de revancha (1981) y Los últimos días de la víctima (1982), de Aristarain; Asesinato en el Senado de la Nación (1984), de Juan José Jusid, de corte histórico; La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, Oscar a la mejor película extranjera; y No habrá más penas ni olvidos (1983), de Héctor Oliveira, Oso de Plata en el Festival de Berlín, que tratan directamente las trágicas consecuencias de la dictadura militar.

 
Dentro de esta corriente el tema del exilio aparece también en Tango, el exilio de Gardel (1985), de Fernando Solanas, que obtuvo el César a la mejor banda sonora original escrita por Ástor Piazzola, y se perciben tintes feministas en la obra de María Luisa Bemberg, realizadora más comercial y prolífica, que en sus retratos de la alta burguesía argentina, como Miss Mary (1986), trata también de adscribirse al análisis político vigente.

Este brillante periodo, durante el que se realizaron películas como La deuda interna (1988) de Pereira, alcanzó un promedio anual de producción de más de 30 películas. Su esplendor se vio truncado por el crecimiento de la inflación y la crisis económica de 1989, que hizo descender el número de rodajes y provocó que algunos de los mejores realizadores, como Aristarain, se instalaran fuera del país. En su caso se trasladó a España, donde rodó Un lugar en el mundo (1992), premio Goya de la Academia de Cinematografía Española en 1993, y, ya como producción totalmente española La ley de la frontera (1995).

No obstante, los últimos años han asistido a un nuevo un renacer del cine argentino, si no industrial sí artístico, a través de figuras como Eliseo Subiela, director de Hombre mirando al sudeste (1986), El lado oscuro del corazón (1992), o No te mueras sin decirme a dónde vas (1995); de películas que mezclan convenciones de género con la crítica social, como Perdido por perdido (1993) de Alberto Lecchi; o de obras de autores ya maduros, como Gatica el mono, de Leonardo Favio, Goya en 1994, todas ellas con cierta distribución internacional.

 

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