El cine como espectáculo masivo: la época clásica
Desde mediados de la década de 1910 se
institucionaliza una nueva concepción del cine como espectáculo de masas
producido industrialmente y dedicado a la producción de textos narrativos
ficcionales. En un lapso de tiempo breve desaparece el cine centrado en el
efecto de novedad del dispositivo y se consolida un modelo que tiene como
centro relatos dramáticos. Esta primera “muerte” del cine en general fue más
festejada que lamentada por los productores del momento. Personajes claves
dentro de este proceso como David W. Griffith viven como un triunfo este pasaje
de una exhibición de feria a un espectáculo que se rige por la normas de
prestigio del arte burgués. En este optimismo se conjugan la posibilidad de legitimar
al nuevo medio como una expresión artística y la concreción de un tipo de
negocios de una escala y un alcance impensables hasta el momento.
La nueva modalidad de representación que se
construye durante el período clásico tiene un alcance casi universal y se
expande hasta alcanzar audiencias de una masividad nunca vista hasta el
momento. De esta manera la cinematografía se convierte en uno de los ejes
principales del sistema de medios masivos que se consolida durante el período
de entreguerras. Dada la importancia que adquiere en las sociedades del período
se convierte tanto en el espectáculo principal como en un instrumento de
propaganda directa e indirecta. La imagen cinematográfica parece convertirse en
una de las fuentes primordiales y más creíbles para la representación del
mundo. El poder que se le atribuye al nuevo lenguaje audiovisual hace que a lo
largo de toda esta etapa quede sometido a formas de control económico e
institucional que culminan en sistemas de censura con mucha influencia sobre el
conjunto de la producción. Si bien durante este período existe un debate sobre
la justificación del cine como una forma artística, todavía no se puede
establecer un acuerdo sobre cuáles son los valores estéticos puestos en juego y
cuáles los filmes que acceden a él. Mientras el sistema industrial dominante
apela a la legitimación estética como forma de prestigio, los cuestionadores de
este tipo de cine cercan sus propuestas a las de las artes contemporáneas.
En efecto, durante la década de 1920, cuando la
institución cinematográfica se consolida y el modo de representación planteado
por ella se convierte en hegemónico surgen impugnadores como los movimientos de
vanguardia y el documentalismo. Estas corrientes estéticas con propuestas
disímiles critican las convenciones generadas por el cine industrial y buscan
de alguna manera recuperar algunos de los aspectos del período inicial de la
cinematografía. Mientras las vanguardias se apoyan en un trabajo que pretende
explotar las posibilidades del dispositivo técnico (actuación, encuadre,
montaje, creación de ritmos propios) más allá de las convenciones narrativas
ligadas a un realismo teatral, el documentalismo intenta recuperar la mirada
directa sobre “la realidad” que definió al momento fundacional del cine. En
este sentido los oponentes de la modalidad hegemónica parecen ser los únicos
que lamentan de alguna manera la desaparición del cine primitivo.
Pese a la fuerza y el valor de las posturas
críticas termina por imponerse la visión hegemónica que puede absorber muchos
de los rasgos de sus cuestionadores al mismo tiempo que las propuestas
marginales son arrasadas en el marco del surgimiento de los movimientos
totalitarios, la crisis económica y las guerras mundiales. La consistencia del
modo de representación clásico resulta tan poderosa que no sólo puede integrar
las innovaciones generadas fuera de sus instituciones sino que además absorbe
cambios tecnológicos fundamentales como la incorporación del sonido o el pasaje
del blanco y negro a diversas modalidades cromáticas. En consecuencia, se puede
hablar de un régimen sumamente organizado a través de géneros fuertes y estilos
reconocibles para cada entidad productora, jerarquizado (sistema de estrellas,
clasificación de las productores según categorías) y con una tendencia muy
marcada a la concentración tanto en el plano local como en el internacional.
Más allá de las especializaciones en torno a tipos de públicos particulares, la
cinematografía se dirige a audiencias masivas y parece interpelar a un tipo de
espectador que busca una conexión empática con el espectáculo que está viendo.
Se genera de este modo una idea del cine cuyos
rasgos parecen ser los específicos de este medio tanto para el sentido común
como para muchas posiciones de la crítica e incluso algunas lecturas teóricas.
Se trata de un tipo de forma de intercambio simbólico apoyado en un conjunto de
dispositivos que a través de narraciones ficcionales se ubica en un espacio de
intersección entre el espectáculo y las formas artísticas más tradicionales
como la música, la plástica y la literatura. Este tipo de utilización de un
dispositivo se apoya en modalidades de exhibición específicas (las salas
cinematográficas) y genera sus propias formas espectatoriales. Más allá de las
cualidades intrínsecas que permiten la universalización de este modelo de
cinematografía, el sostenimiento de la estructura comercial industrial y el
control institucional sobre la producción facilitan la expansión y el
sostenimiento de este modelo hegemónico durante cuarenta años.
Gustavo Aprea
“Las muertes del cine” en El fin de los medios masivos. El comienzo de
un debate, Mario Carlón y Carlos A. Scolari (Eds.), Buenos Aires, La
Crujía, 2009