El relato en el cine
En tanto que objeto material, todo relato está “clausurado”. Evidentemente,
hay películas que sugieren prolongaciones: las series televisivas o las grandes
producciones americanas, como La guerra
de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) o Rocky (Rocky, John G. Avildsen, 1976) tienen muy presente no
responder a todas las preguntas que se hacen los espectadores, reservando zonas
de incertidumbre sobre las cuales podrán identificarse nuevas historias. Otras
películas nos devuelven a su punto de partida y nos proyectan a una espiral sin
fin. Por ejemplo, L’Immortelle (Alain
Robbe-Grillet, 1963), cuya última imagen es pura y simplemente una repetición
de la primera. Que el final sea en forma de suspense o cíclico no altera en
absoluto la naturaleza del relato en tanto que objeto: todo libro tiene una
misma página, toda película tiene un último plano, y los héroes pueden seguir
vivos en la imaginación del espectador.
Cuando una película se propone explícitamente narrar algunas horas
extraídas de la vida de un hombre, la organización de esta duración obedece a
un orden, que supone al menos un punto de partida y un final, y que
difícilmente abarca la organización de nuestra vida real.
Al fin de cuentas, si el relato se opone al “mundo real” es porque forma un
todo (“lo que tiene un principio, una
mitad y un final”, según Aristóteles), que coincide con el texto fílmico concebido como una “unidad de discurso” actualizada,
efectiva.
Todo relato pone en juego dos temporalidades: por una parte, la de la cosa
narrada; por otra parte, la que deriva del acto narrativo en sí. Dentro de esta
perspectiva, el relato se distingue de la descripción (que transforma el
espacio en un tiempo), así como de la imagen (que transforma un espacio en otro
espacio).
El relato en el sentido amplio, como texto, pueden contener enclaves,
descripciones, que no son “narraciones”, puesto que no satisfacen el criterio
de doble temporalidad. Este estatuto tan particular de las descripciones se
explica por el hecho de que, a la vez, toman tiempo al relato (su significante
está temporalizado) y, no obstante sólo son válidas
para el espacio. En el relato hay, pues, narración
y descripción.
Esta temporalización del significante, que reúne narración y descripción en
una categoría común, las opone a la imagen,
que es instantánea, un punctum temporis
que ha sido inmovilizado.
A partir del momento en que trato con un relato sé que no es la realidad.
Evidentemente, existen novelas o películas extraídas de historias verdaderas,
pero el espectador no las confunde jamás con la realidad, porque no están, como
ella, aquí y ahora.
La idea de servirse de la película primordialmente, y ante todo, para
contar historias nació al mismo tiempo que el cinematógrafo. Ciertos inventores
del cine tenían al parecer, conciencia del proyecto, como lo demuestra la
lectura de ciertas patentes depositadas de la época. Pero al principio, el
argumento narrativo era sumamente sencillo. Hasta más o menos 1900, la mayor
parte de las películas sólo duraban uno o dos minutos y, generalmente, no
comportaban más que un solo plano, una sola unidad espaciotemporal, eran unipuntuales. Los “largometrajes” de
diez minutos eran la excepción. Antes de 1900, eran excepcionales los casos en
que se percibía esa “unipuntualidad” como una limitación (aunque, ciertamente,
se pudieron dar algunos casos) y se persiguiera el desarrollo de un relato en
varios planos. Manifiestamente, esta unidad de tomas bastaba para servir a la
causa de los cineastas anteriores a 1902.
En cierta medida, las películas producidas en esa época conservaban la
famosa regla de las tres unidades ―de lugar, tiempo y acción― que antaño había
conocido el teatro clásico. De este modo, las diversas anécdotas filmadas
presentaban una acción que no presuponía más que un solo cuadro locativo (es
decir, un solo lugar) y un solo segmento temporal. En términos de producción
cinematográfica, una “situación narrativa” tal se traducía en una simplicidad
extrema, sobre todo cuando la comparamos con lo que requiere la menos compleja
de las películas comerciales de hoy en día. Una película como L’Arroseur arrosé (Lumière, 1895), por
ejemplo, no requiere más que una sola “localización de rodaje” (lo que en
inglés se denomina locations) y una
sola toma; o sea, l rodaje de una acción relativamente sencilla y unitaria presentada
mediante un solo plano.
Recordemos el argumento narrativo de la película de los hermanos Lumière.
Un joven pisa deliberadamente la manguera de la que se está sirviendo un
jardinero. Éste, extrañado por el corte del suministro, examina la punta de la
manguera. En ese momento, el joven bribón quita su pie y el regador acaba…
regado. El jardinero reacciona pronto e inicia la persecución del gracioso, al
que alcanza para darle unos azotes.
Un solo plano y una triple unidad, de lugar, tiempo y acción. Podemos
imaginar la distancia que separa semejante cinta, rodada a finales del siglo
pasado, de una película corriente realizada en la actualidad, que muchas veces
supone el rodaje de varios centenares de planos y decenas de acciones
diferentes, que se desarrollan sobre varios momentos distintos y, muchas veces,
en diversos lugares.
Fragmentos de:
André Gaudreault, François Jost, El relato cinematográfico, Ediciones Pirós Ibérica, 1995
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