La teoría del cine es lo que Bajtin denominaría “un enunciado históricamente situado”. Y, del mismo modo en que no se puede separar la historia de la teoría cinematográfica de la historia de las artes y el discurso artístico, tampoco puede separarse de la historia tout court, definida, definida por Fredric Jameson como “lo que hiere” pero también inspira. En sentido amplio la historia del cine, y por consiguiente la teoría del cine, debe contemplarse a la luz del crecimiento del nacionalismo, en cuyo seno el cine se convirtió en un instrumento estratégico para “proyectar” imaginarios nacionales. Debe verse también en relación con el colonialismo, el proceso mediante el cual las potencias europeas alcanzaron la hegemonía económica, militar, política y cultural en gran parte de Asia, África y las Américas. (Aunque las naciones ya se habían anexionado antes con frecuencia territorios adyacentes, la novedad del colonialismo europeo fue su alcance planetario, su intento de someter al mundo a un único régimen “universal” de verdad y poder.) Este proceso llegó a su apogeo a principios del siglo XX, cuando la superficie de la tierra controlada por las potencias europeas pasó de ser un 67 por ciento (1884) a un 84,4 por ciento (1914), una situación que empezó a remitir hasta la desintegración de los imperios coloniales europeos tras la Segunda Guerra Mundial.
Los inicios del cine, por lo tanto, coincidieron con el punto álgido del imperialismo. (De todas las “coincidencias” celebradas —la de los inicios del cine con el inicio del psicoanálisis, con el surgimiento del nacionalismo, con la emergencia del comunismo—, la coincidencia con el imperialismo ha sido la menos estudiada.) Las primeras proyecciones de los Lumière y de Edison en la última década del siglo XIX tuvieron lugar poco después de la “querella por África” iniciada a finales de la década de los setenta del XIX, de la ocupación británica de Egipto en 1882, de la masacre de los sioux en Wounded Knee en 1890 y de infinidad de tristes episodios imperiales. Los países de producción más prolífica de la época muda —Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Alemania— fueron, “casualmente”, algunos de los protagonistas más destacados del imperialismo, un de cuyos intereses más diáfanos era ensalzar la empresa colonial. El cine combinaba narración y espectáculo para explicar la historia del colonialismo desde la perspectiva de la historia, en películas que idealizaban la empresa colonial como misión civilizadora y filantrópica motivada por un deseo de hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, la enfermedad y la tiranía. Las descripciones programáticamente negativas de las colonias ayudaron a racionalizar el coste humano de la empresa imperial.
El cine europeo / americano dominante no sólo heredó y divulgó un discurso colonial hegemónico; también creó una poderosa hegemonía propia a través del monopolio sobre la distribución y la exhibición cinematográfica en gran parte de Asia, África y las América. De este modo, el cine eurocolonial creó su propia versión de la historia no sólo para los públicos del país de origen sino también para el resto del mundo, un fenómeno que conlleva profundas implicaciones para las teorías del espectador cinematográfico. Se instó a los espectadores africanos a identificarse con Rhodes, Stanley y Linvingstone en contra de los propios africanos, engendrando una batalla de imaginarios nacionales en el seno de un espectador colonial escindido. Para el espectador europeo, por tanto, la experiencia cinematográfica constituyó una gratificante sensación de pertenencia nacional e imperial, pero para los colonizados, el cine produjo un estado de ambivalencia profunda, que mezclaba la identificación provocada por la narrativa fílmica, con un intenso resentimiento.
El medio cinematográfico, como ha señalado Ela Shobat, formaba parte de un continuum discursivo que incluía disciplinas como la geografía, la historia, la antropología, la arqueología y la filosofía. «El cine podía “trazar” un mapa del mundo, como el cartógrafo; podía “excavar” en el pasado de civilizaciones lejanas, como el arqueólogo; y podía narrar las costumbres y hábitos de gentes exóticas, como el etnógrafo.» Los medios audiovisuales, en suma, podían ser un instrumento para el desposeimiento intelectual de las culturas no europeas. Que las implicaciones de este desposeimiento sólo fuesen percibidas, en términos generales, por las víctimas de estos proceso sugiere hasta qué punto los hábitos eurocéntricos de pensamiento han sido axiomáticos para la mayoría de estudiosos y teóricos del cine. Como diría Toni Morrison, costó mucho esfuerzo no darse cuenta de las cosas.
La creencia generalizada de que el cine es una tecnología exclusivamente occidental es incorrecta. Se suele considerar que la ciencia y la tecnología son occidentales, pero históricamente Europa las ha tomado prestadas en gran medida de otros: el alfabeto, el álgebra, la astronomía, la imprenta, la pólvora, la brújula, la relojería, la irrigación, la vulcanización y la cartografía cuantitativa vinieron de fura de Europa. Si bien la vanguardia del desarrollo tecnológico en los últimos siglos se ha centrado indudablemente en Europa Occidental y Norteamérica, este desarrollo ha sido en gran medida una “empresa conjunta” (de la que Europa poseía la mayoría de las acciones) facilitada en el pasado por la explotación colonial y actualmente por la “fuga de cerebros” del Tercer Mundo neocolonial. La riqueza de Europa, como señaló Fanon en Los condenados de la tierra, “es, literalmente, la creación del Tercer Mundo”. Si las revoluciones industriales de Europa fueron posibles gracias al control de recursos en las tierras colonizadas y a la explotación de mano de obra esclava —la revolución industrial inglesa, por ejemplo, fue parcialmente financiada por inyecciones de riqueza generadas por las minas y plantaciones latinoamericanas—, entonces ¿qué sentido tiene hablar únicamente de tecnología, industria y ciencia occidentales?
El objeto de la teoría cinematográfica —las películas en sí— es de carácter profundamente internacional. Aunque el cine empezó en países como Estados Unidos, Francia e Inglaterra, se expandió velozmente por todo el mundo, con la aparición casi simultánea de una producción cinematográfica de base capitalista en numerosos lugares, incluyendo lo que ahora llamamos Tercer Mundo. La bela epoca del cine en Brasil, por ejemplo, tuvo lugar entre 1908 y 1911, antes de que se infiltrasen en el país las sociedades de distribución americanas tras la Primera Guerra Mundial. En la década de los veinte, la India producía más películas que Gran Bretaña, y países como las Filipinas producían unas 50 películas al año en los años treinta. Tomando un sentido amplio, lo que ahora denominamos cine del Tercer Mundo, lejos de ser un apéndice marginal del cine del Primer Mundo, ha producido en realidad la mayoría de largometrajes existentes. Si uno excluye las películas realizadas para la televisión, la India es el primer productor de películas de ficción del mundo, con una producción entre 700 y 1.000 largometrajes anuales. Los países asiáticos, en conjunto, suman aproximadamente la mitad de la producción mundial anual. Birmania, Pakistán, Corea del Sur, Tailandia, las Filipinas, Indonesia e incluso Bangladesh producen unos 50 largometrajes anuales. Por lo tanto, pese a su posición hegemónica, Hollywood solamente ha aportado una fracción de la producción mundial anual de largometrajes. Desgraciadamente, las historias “estándar” del cine y la teoría estándar de cine pocas veces entran a discutir las repercusiones de esta abundancia fílmica. La gigantesca industria india, que produce más películas que Hollywood y cuya estética híbrida mezcla los códigos de continuidad y los valores de producción de Hollywood con los valores antiilusionistas de la mitología hindú, se ha visto reducida por la visión hollywoodcéntrica a constar como mera imitación de Hollywood. Incluso las tendencias en los estudios cinematográficos que se muestran críticas con Hollywood suelen situar a éste como una especie de langue frente a la cual las restantes formas no son sino variantes dialectales; la vanguardia se convierte así en poco más que un oscuro alter ego de Hollywood, una orgía de negociaciones del cine dominante.
Robert Stam (2000)
Teorías del cine, Paidós, 2001
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