La época de oro de Hollywood
El ratón Mickey, Shirley Temple, Groucho Marx, Greta Garbo, Clark Gable y Fred Astaire envolvían desde Hollywood los problemas de la Gran Depresión en cintas de plata que llegaban a todo el mundo.
Las secuelas del jueves negro de Wall Street eran tan inesperadas que los ciudadanos comunes se negaban a aceptar que Estados Unidos, la tierra de las oportunidades, desapareciera. La propaganda optimista clamaba: “¡Adelante, América! Nada puede detenernos.” Por doquier, los patriotas del oeste medio estadounidense repartían botones emblemáticos con la leyenda “Estoy vendido a Estados Unidos. No hablaré de la Depresión.” El alcalde de Nueva York, Jimmy Walter, pensaba que las películas, como las que se producían en Hollywood aligerarían el peso del crac financiero e instaba a los productores de California a invertir en la industria.
“Cuando el ánimo de la gente anda por los suelos ―decía el presidente Franklin D. Roosevelt― es algo espléndido que por tan sólo 15 centavos los ciudadanos puedan ir al cine... y olvidar sus problemas.” A fines de la década de los treinta, los estadounidenses compraban 80 millones de entradas para el cine, cuyos precios variaban de 10 a 15 centavos, cada semana; por esa cantidad se podía disfrutar de un cortometraje de noticias, una cinta de dibujos animados, algún documental, avances de nuevas películas y dos filmes. Toda una tarde de entretenimiento por un solo billete.
Por supuestos que lo que se exhibía nada tenía que ver con la realidad, pro de eso se trataba. Los códigos de producción habían censurado palabras como infierno y maldición, y prohibían también escenas de amor en posición horizontal o asesinatos. En los filmes la gente moría sin heridas visibles y se reproducía también sin que esto fuera visible. Y algunos de los personajes más populares ni siquiera eran personas.
Hollywood llamaba la “Fábrica del Ratón” al estudio de Walt Disney, y el ratón era Mickey. En los siniestros días de 1933, Disney había logrado que la nación entera cantara “¿Quién le teme al lobo feroz?”, con sus dibujos animados Los tres chanchitos”, pero los ratones gustaban más. Entre los aficionados al ratón Mickey estaban el dictador italiano Benito Mussolini y la reina María de Inglaterra. Sólo Adolfo Hitler parecía inmunizado, y la propaganda nazi declaró al roedor como “el ideal más repugnante que jamás se haya revelado... los ratones son sucios”.
Afuera de su fábrica, el ratón se convertía en el muñeco mejor pagado del mundo: 100.000 dólares por película en 1938, mejor sueldo que el de Garbo o Gable. Y esta figura única mantuvo a su productora, la 20th Century Fox, a salvo de la Depresión. Mientras tanto Shirley Temple cantaba, bailaba y se reía, derritiendo hasta los corazones de acero con sus rizos de oro, en La pequeña señorita Marker. Su madre la acompañaba en las filmaciones animándola: “¡Brilla, hija! ¡Brilla!
Igualmente alegres eran las producciones ―caleidoscópicas― de Busby Berkeley, enmarcadas por las piernas de docenas de bellezas. También Fred Astaire y Ginger Rogers se deslizaban con una gracia mágica. En la primera prueba de Astaire para el foro cinematográfico se leía: “No sabe actuar. Algo calvo. Puede bailar un poco.” Cuando el gran éxito de La alegre divorciada salvó a la Corporación RKO en 1937, los estudios aseguraron las piernas de Astaire en un millón de dólares. Su aspecto festivo se adaptaba a las mil maravillas con la sensualidad de Rogers, y solía decirse que la pareja podía bailar hasta “quitarle las manchas al leopardo en el suelo”.
Gracias a la aceptación universal de los filmes musicales, que se inspiraban en el teatro de revista o music hall, directores y productores podían costear otras producciones e incursionar en temas que llegarían a ser igualmente populares en el cine de masas. La RKO se hizo cargo de King Kong, la legendaria cinta de horror, que se convirtió en un clásico del cine de trucos. Entrenada en 1933, el relato es una alegoría de la crítica situación estadounidense: en Nueva York, una joven actriz desempleada intenta robar para comer, pero la contrata un cineasta que le propone participar en un rodaje misterioso en las islas del Pacífico sur. La propuesta ante una realidad grave es la fuga geográfica; el desenlace no podía ser más aleccionador: en lo desconocido los aguarda un monstruo. Un gran éxito de taquilla, King Kong recorrió el mundo y originó numerosas cintas de monstruos y jóvenes en peligro.
Una sucesión de resplandecientes comedias devolvía la alegría al público cansado y triste. Este humor incluía desde las sensuales insinuaciones de Mae West (“Cuando las mujeres toman el mal camino, los hombres se apresuran a seguirlas”) hasta la comedia de equivocaciones y enredos de los inspirados hermanos Marx, como en Sopa de Ganso (1933) o Una noche en la ópera (1935). Además, abundaron los “filmes de compadres”, o buddy films: ¿quién podría olvidar las acrobacias y los juegos de palabras de los pioneros Laurel y Hardy (El Gordo y el Flaco) en El abuelo de la criatura, de 1932?
El mejor año para el cine hollywoodense fue 1939, fecha de otras dos obras maestras: El mago de Oz y Lo que el viento se llevó. Se trataba este último de un filme del tipo confesional de mujeres, víctimas u oportunistas, en boga por la Depresión y del cual Bette Davis era la reina. El productor David O. Selznick había probado a poco más de 1400 actrices para el papel de Scarlett O’Hara, algunas de la talla de Joan Crawford o de Tallulah Bankhead y, sorpresivamente eligió a Vivien Leigh, una británica que era, por ende, desconocida. Además, cambió tre veces de director, pasó por decenas de guionistas y consumió la cifra colosal de cinco millones de dólares. Nade podía predecir tampoco su reacción cuando Clark Gable, como el fascinante Rett Butler, dijera el parlamento que desafiaba a la censura: “¡Por mi, querida, pueden irse al infierno!” Unas 300.000 personas acudieron al estreno en Atlanta, ciudad ubicada en la geografía fílmica, y todo el mundo adoró a la pareja. Con Scarlett , el público coincidía en que ninguna adversidad era lo suficientemente dolorosa como para quebrantar el espíritu.
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