sábado, 23 de julio de 2011

Roland Barthes "El actor de D'Harcourt"

EL ACTOR DE D' HARCOURT

En Francia, no se es actor si uno no ha sido fotogra­fiado por los Studios d'Harcourt. El actor de d'Harcourt es un dios; nunca hace nada: se lo rapta en descanso. Un eufemismo, tomado del lenguaje mundano, justifica esa postura: se supone al actor "en su vida ciuda­dana". Claro que se trata de una ciudad ideal, esa ciudad de los comediantes donde sólo existen fiestas y amores, mientras que en la escena todo es trabajo, generoso y sacrificado. El cambio debe causar la más grande sorpresa; debemos sobrecogernos de turbación al descubrir suspendida en las escaleras del teatro, como una esfinge a la entrada del santuario, la imagen olím­pica de un actor que ha dejado la piel del monstruo agitado, demasiado humano y que reencuentra por fin su esencia intemporal. Aquí el actor se desquita: obli­gado, por su función sacerdotal, a representar a veces la vejez y la fealdad, en todo caso la desposesión de sí mismo, se le hace reencontrar un rostro ideal, limpiado (como en la tintorería) de las suciedades de la profe­sión. El paso de la "escena" a lo "ciudadano", no im­plica que el actor de d'Harcourt abandone el "sueño" por la "realidad". Es la contracara: en escena, bien cons­truido, óseo, carnal, de piel espesa bajo el afeite; en la ciudad, llano, sin aristas, el rostro pulido por la virtud, aireado por la dulce luz del estudio de d'Harcourt. En  la escena, a veces viejo, o al menos mostrando una edad; en la ciudad, eternamente joven, detenido para siem­pre en la cima de la belleza. En la escena, traicionado por la materialidad de una voz demasiado musculosa como las pantorrillas de una bailarina; en la ciudad, idealmente silencioso, es decir misterioso, impregnado del secreto profundo que se supone en toda belleza que no habla. En la escena, por último, empeñado forzosamente en gestos triviales o heroicos, siempre efi­caces; en la ciudad, reducido a un rostro depurado de todo movimiento.
Ese rostro puro se vuelve totalmente inútil —es de­cir lujoso— por el ángulo aberrante de la toma, como si el aparato de d'Harcourt, autorizado por especia] privi­legio a captar esa belleza no terrestre, debiera ubicarse dentro de las zonas más improbables de un espacio enrarecido; y como si ese rostro que flota entre el suelo grosero del teatro y el cielo resplandeciente de la "ciudad", sólo pudiese ser sorprendido, sustraído apenas un instante a su intemporalidad natural, para luego ser abandonado devotamente a su carrera solitaria y regia; ya sumergido maternalmente en la tierra que se aleja, ya elevado, estático, el rostro del actor parece encontrar su morada celeste en una ascensión sin prisa y sin esfuerzos, al contrario de la humanidad espectadora que, por pertenecer a una clase zoológica diferente y sólo apta para el movimiento por medio de las piernas (y no por medio del rostro), debe regresar caminando a su departamento. (Alguna vez sería necesario intentar un psicoanálisis histórico de las iconografías truncadas. Es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por lo tanto el más humano. Todo ensue­ño, toda imagen ideal, toda promoción social, suprime en primer lugar las piernas; ya sea a través del retrato o del automóvil. )
Reducidas a un rostro, a hombros, a cabellos, las actrices testimonian la virtuosa irrealidad de su sexo de manera que en la intimidad son manifiestamente ángeles, después de haber sido en escena amantes, ma­dres, rameras "y doncellas. Los hombres —con excep­ción de los galanes jóvenes que más bien pertenecen al género angélico puesto que su rostro, como el de las mujeres, permanece en posición de evanescencia— pre­gonan su virilidad mediante algún atributo ciudadano: una pipa, un perro, anteojos, una chimenea con repisa; objetos triviales pero necesarios para expresar la masculinidad, audacia sólo permitida a los varones y a través de la cual el actor, en su vida cotidiana y a la ma­nera de los dioses y de los reyes alegres por el vino, manifiesta no temer ser, en ocasiones, un hombre como los demás, poseedor de placeres (la pipa), de aficiones (el perro), de afecciones (los anteojos) e incluso de domicilio terrestre (la chimenea).
La iconografía de d'Harcourt sublima la materialidad del actor y continúa una "escena" necesariamente tri­vial, puesto que funciona en una "ciudad" inerte y por consiguiente ideal. Situación paradójica: aquí la realidad es la escena; la ciudad es mito, ensueño, maravilla. El actor, liberado de la envoltura demasiado encarna­da del oficio, reencuentra su esencia ritual de héroe, de arquetipo humano, ubicado en el límite de las normas físicas de los otros hombres. Aquí, el rostro es un objeto novelesco; su impasibilidad, su pasta divina, suspenden la verdad cotidiana y le confieren la turbación, el deleite y, finalmente, la seguridad de una verdad superior. Por una necesidad de ilusión, propia de una época y de una clase social demasiado endebles para la razón pura y el mito potente, la multitud concentrada en los entreactos, que se aburre y se exhibe, declara que esos rostros irreales son exactamente los de la intimidad y con esto se da la buena conciencia racionalista de suponer a un hombre detrás del actor; pero en el momento de despo­jar al mimo, el estudio de d'Harcourt, que llega en el instante preciso, hace surgir un dios; y todo, en ese público burgués harto de mentiras pero que las necesita para vivir, todo se satisface.
Como consecuencia, la fotografía de d'Harcourt es un rito de iniciación para el joven comediante, un diploma que lo instala entre los importantes, su verdadera cé­dula de identidad profesional. Nadie puede conside­rarse auténticamente entronizado mientras no ha sido tocado por los santos óleos de d'Harcourt. Ese recuadro en el que se revela por primera vez su cabeza ideal, su aire inteligente, sensible o malicioso, según la imagen que se proponga para el resto de su vida, es el acto solemne por medio del cual la sociedad acepta abstraerlo de sus propias leyes físicas y le asegura el beneficio per­petuo de un rostro que recibe en don, en el momento de ese bautismo, todos los poderes ordinariamente ne­gados, al menos en forma simultánea, al común de los mortales: un esplendor inalterable, una seducción lim­pia de toda maldad, una potencia intelectual que no acompaña necesariamente al arte o a la belleza del co­mediante.
En cambio, las fotografías de Thérése Le Prat o de Agnés Varda, por ejemplo, son de vanguardia: siempre dejan al actor el rostro que encarnan y lo encierran francamente, con una humildad ejemplar, en su fun­ción social que consiste en "representar" y no en men­tir. Para un mito tan alineado como el de los rostros de actores, esta propuesta resulta revolucionaria: no suspender de las escaleras a los d'Harcourt clásicos, em­pavonados, languidecidos, angelizados o virilizados (se­gún el sexo), es una audacia a la que muy pocos teatros se atreven.

 Roland Barthes


Mitologías
decimosegunda edición en español, 1999
© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

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