viernes, 27 de julio de 2012

Mario Carlón


EL MUERTO, EL FANTASMA Y EL QUE "ESTÁ VIVO" EN LOS LENGUAJES CONTEMPORÁNEOS



Es sabido que los grandes lenguajes y dispositivos contemporáneos - fotografía, cine, televisión- establecieron fuertes cambios en la vida social a partir de los saltos espaciales y temporales que habilitaron (pudimos ver los Juegos Olímpicos en directo que se juegan en Australia; podemos chatear o hablar por teléfono con un amigo lejano; ver imágenes de acontecimientos sucedidos antes de que naciéramos, etc.). Pero tengo el convencimiento de que tal vez hay algo más; de que quizás no sea exagerado decir que vinieron a cambiar también, y a la vez, nuestra relación con la vida y con la muerte. Al iniciar este trabajo pensé que si esta hipótesis es cierta debería ser posible encontrar testimonios escritos de tan importantes experiencias. Los presento - sin dejar pasar la oportunidad de formular algunas proposiciones- atendiendo a cómo concibo el funcionamiento de cada dispositivo - fotografía, grabado y toma directa- de acuerdo a la novedad que cada uno, a mi juicio, vino a traer a nuestra experiencia compartida como sociedad. 

 1. La Fotografía y la muerte.     

Todos los autores que avanzaron en el estudio de la especificidad de las imágenes generadas por el dispositivo fotográfico escribieron sobre la muerte. La muerte fue el tema que gobernó la reflexión sobre instancias tan distintas como: a) la experiencia ser fotografiado y el acto de fotografiar; b) el estatuto de lo fotografiado; y c) el proceso de duelo ante la ausencia de un ser querido.

1.1.  La "medusación fotográfica".

Roland Barthes (1990: 46-48), en ese gran libro sobre la muerte que es La cámara lúcida, escribió sobre la experiencia de ser fotografiado:

"Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento tan sutil en que, a decir, verdad, no soy no sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro. El fotógrafo lo sabe perfectamente, y él mismo tiene miedo (aunque sólo sea por razones comerciales) de esta muerte en la cual su gesto va a embalsamarme. Nada sería más gracioso (si uno no fuese la víctima pasiva, el plastrón, como decía Sade) que las contorsiones de los fotógrafos para 'hacer vivo': pobres ideas: me hacen sentar ante mis pinceles, me hacen salir ('fuera' es más viviente que 'dentro'), me hacen posar ante una escalera porque hay un grupo de niños que juega detrás de mí, divisan un banco y enseguida (vaya ganga) me hacen sentar en él. Diríase que, aterrado, el Fotógrafo debe luchar tremendamente para que la Fotografía no sea la Muerte. Pero yo, objeto ya, no lucho. Presiento que de esta pesadilla habré de ser despertado más duramente aún: pues no sé lo que la sociedad hace de mi foto, lo que lee en ella (de todos modos, hay tantas lecturas de un mismo rostro); pero, cuando me descubro en el producto de esta operación, lo que veo es que me he convertido en Todo-Imagen, es decir, en la Muerte en persona; los otros ―el Otro― me despropian de mí mismo, hacen de mí, ferozmente, un objeto, me tienen a su merced, a su disposición, clasificado en un fichero, preparado para todos los sutiles trucajes: un excelente fotógrafo, un día, me fotografió; creí leer en esa imagen la pesadumbre de un reciente duelo: por una vez la Fotografía me reproducía a mí mismo; pero más tarde encontré esta misma foto en la tapa de un libelo; mediante el artificio de un tiraje, yo tenía sólo un horrible rostro desinteriorizado, siniestro e ingrato como la imagen que los autores del libro querían dar de mi lenguaje. (La 'vida privada' no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender).
En el fondo, a lo que tiendo con la foto que toman de mí (la 'intención' con que la miro), es a la Muerte: la Muerte es el eidos de esa Foto."

"El acto fotográfico implica pues no sólo un gesto de corte en la continuidad de lo real sino también la idea de un paso, de un salto irreductible. El acto fotográfico, al cortar, hace pasar al otro lado (del corte): de un tiempo evolutivo a un tiempo fijado, del instante a la perpetuación, del movimiento a la inmovilidad, del mundo de los vivos al mundo de los muertos, de la luz a las tinieblas, de la carne a la piedra. Y esta travesía no se hace, ciertamente, sin temor y sin angustia. Se trata, incluso del terror absoluto. La foto congela de horror. Encontramos una vez más la figura de la Medusa...(...)...Pero al mismo tiempo (y así es como produce su efecto el acto de la 'medusación'), todo ser viviente que entra en el campo ciego, vulnerable bajo la mirada insoportable y mortífera, este ser vivo no puede sino, exactamente, pasar por ello, es decir, ser él mismo, de un solo golpe (de ojo) y para siempre, transformado, a imagen de la Medusa, en lo que son los muertos, fijado, transido, convertido en estatua por haber sido visto, por haberse visto a sí mismo como otro. La 'medusación fotográfica' no es otra cosa que ese paso, infernal y especular".

1.2. El muerto eterno.

Es sobre el estatuto de lo fotografiado que ha sido convocada la figura de El Muerto. En "Fotografía y fetiche", citando a Dubois, Metz (1984), dice:

"Aun cuando la persona fotografiada viva todavía, aquel momento en que él o ella era se ha desvanecido para siempre. Estrictamente hablando, la persona que ha sido fotografiada ―no la persona total, que es un efecto del tiempo― está muerta: muerta por haber sido vista, como dice Dubois, en otro contexto".

Pero entre el muerto real y El Muerto Fotográfico hay una gran diferencia: si el muerto real está destinado, físicamente, a desaparecer (o a mutar) el muerto fotográfico accede, en el mismo instante en que es fotografiado, a la perpetuidad. Como observa también Dubois:

"Es necesario comprender también que en ese paso no sólo hay una pérdida. Este paso también debe entenderse en un sentido positivo, como en la momificación, la congelación o la vitrificación, donde finalmente habrá una forma de supervivencia, por el corte y en la fijación de las apariencias (una vez cortada, la cabeza de la medusa no deja de ejercer su poder estupefaciente, hasta en sus representaciones simbólicas. Y es precisamente el hecho de ser decapitada en el acto mismo de la 'medusación' lo que asegura a la cabeza de la Gorgona la perpetuación activa de su poder apotropeico).  Y precisamente de esto se trata en toda fotografía: cortar en lo vivo para perpetuar lo muerto. De un golpe de bisturí, decapitar el tiempo, seleccionar el instante y embalsamarlo bajo (sobre) vendas de película transparente, de plano y a la vista, a fin de conservarlo y preservarlo de su propia pérdida. Robarlo para poder guardarlo, y poder mostrarlo para siempre. Arrancarlo a la fuga ininterrumpida que lo hubiera conducido a la disolución para petrificarlo de una vez por todas en sus apariencias detenidas. Y así, en cierto modo ―y éste es el problema paradójico― salvarlo de la desaparición haciéndolo desaparecer. Como esos animales de tiempos inmemoriales que hoy podemos conocer porque estuvieron fosilizados. Como esos insectos congelados en el ámbar y que fueron cogidos en vivo y transformados literalmente en 'naturalezas muertas'. Como esos cortes para el microscopio, bajo el vidrio, habiendo cesado toda vida, cortados, pero ofrecidos a nuestra mirada atenta".

1.3. El duelo.

Pero no sólo así la fotografía se vincula con la muerte. También Metz, comentando el trabajo de Freud sobre el fetichismo ―en una cita que nos introduce con lo que sucede con las imágenes producidas mecánicamente grabadas, múltiples y móviles― observó que:

“Los ritos funerarios que existen en todas las culturas conocidas poseen una doble significación, dialécticamente articulada: una recordación de los muertos, pero una recordación en tanto que ellos están muertos, y que la vida continúa para otros. La fotografía mucho mejor que el film se adecua a esta compleja operación psico-social, en tanto que suprime desde su propia apariencia las marcas primarias del ‘estar vivo’, y sin embargo conserva la convincente impresión del objeto: una presencia pasada".

Es decir: la experiencia y el acto de ser fotografiado (la medusación); el estatuto de lo fotografiado (el Muerto eterno) y el lugar de la fotografía en el proceso de duelo ante la ausencia de un ser querido. Parece que la fotografía y la muerte, de un modo u otro ―o de un lado y del otro― vienen juntas.

2.       El Fantasma (o el espectro).  

Si los que escribieron sobre la fotografía escribieron sobre la muerte, desde el origen, los que escribieron sobre las imágenes audiovisuales (imágenes múltiples, móviles y en movimiento) lo hicieron sobre la superación de la muerte. En El tragaluz del infinito Noël Burch (1995: 38-39) transcribe una de las primeras crónicas redactadas a partir de las primeras proyecciones de los hermanos Lumiere:

"Cuando estos aparatos sean entregados al público, cuando todos puedan fotografiar a los seres que les son queridos, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra a punto de salir de sus labios, la muerte dejará ser absoluta" (29 de setiembre de 1895, La poste)

Encontramos así el eco de lo señalado por Metz: la presencia de las marcas del ser vivo, en la actualización de lo ya acontecido que, gracias a que contiene imágenes móviles y múltiples en movimiento, ofrece el cine (y la imagen videográfica mientras sea emitida en grabado y no en directo) se presentan como una superación - aunque sea parcial- de la muerte. Esta reflexión ha presentado continuaciones. En Ecografías de la televisión, Derrida (1998: 147-149) convoca la figura de El Fantasma a través de un recuerdo personal:

"... me gustaría más bien contar lo que pasó con esa película Ghost Dance. Tras haber inventado esa escena con Pascale Ogier, que estaba frente a mí, en mi escritorio, y me había enseñado durante los intervalos entre las tomas lo que en términos cinematográficos se llama eye-line, es decir, el hecho de mirarse a los ojos (a pedido del director, pasamos largos minutos, si no horas, mirándonos a los ojos, lo cual es una experiencia de una extraña e irreal intensidad: imagine cómo puede ser esta experiencia del eye-line cuando, aunque ficticia y 'profesional', se prolonga y repite apasionadamente entre dos actores), luego de que me enseñó eso, decía, y de que yo hubiera dicho en términos generales lo que usted repitió, tenía que preguntarle: 'Bueno, y en su caso, ¿cree usted en los fantasmas? 'Fue lo único que me indicó el director. Al final de mi improvisación debía decirle: 'Bueno, y en su caso, ¿cree usted en los fantasmas?'. Y tras repetirla una y otra vez al menos en treinta oportunidades, a pedido del director, él le dijo esta frasecita: "Sí, ahora sí". De modo que ya durante las tomas la repitió por lo menos treinta veces. De por sí eso fue ya un poco extraño, espectral, desfasado, fuera de sí, en una sola vez sucedía varias veces. Pero imagínese cuál pudo ser mi experiencia cuando, dos o tres años después, con la muerte de Pascale Ogier en el medio, volví a ver la película en Estados Unidos a pedido de unos estudiantes que querían hablar de ella conmigo. De improviso vi aparecer en la pantalla el rostro de Pascale Ogier que, como yo sabía, era el rostro de una muerta. Mientras me miraba casi directamente a los ojos, volvía a decirme, en la pantalla grande: "Sí, ahora sí" ¿Qué ahora? Algunos años después en Texas. Llegué a tener la sensación perturbadora del retorno de su espectro, el espectro de su espectro que volvía a decirme, aquí y ahora: 'Ahora... ahora... ahora, es decir, en esta sala oscura de otro continente, en otro mundo, allí, ahora sí, créame, creo en los fantasmas'. Pero al mismo tiempo sé que la primera vez que Pascale lo dijo, cuando lo repitió en mi escritorio, esa espectralidad ya estaba, ya estaba en acción. Ella ya estaba y ya decía eso, y sabía, como nosotros sabemos, que aún si no moría en el ínterin, algún día sería una muerta que diría: 'Estoy muerta' o 'Estoy muerta, sé que hablo desde donde no estoy, y te miro', y esa mirada seguiría siendo disimétrica, intercambiada más allá de todo intercambio posible, eye-line sin eye-line, eye line de una mirada que se fija y busca al otro, su otro, la persona frente a sí, la otra mirada cruzada, en una noche infinita".

Me parece que podemos atender aquí, en primer lugar, a la semejanza: como en lo escrito sobre la fotografía encontramos que el conocimiento sobre el dispositivo, por parte de quien va a ser captado, hace que el estatuto en que va a ser convertido, se presienta: el que va a ser fotografiado sabe que va a ser transformado en El Muerto; el que va a ser filmado o videograbado sabe que se va a convertir en un Fantasma. En segundo lugar, vale la pena destacar que es esta diferencia de estatuto (la que va de El Muerto a El Fantasma) la que sitúa a los discursos generados por estos dispositivos en disímiles lugares frente al proceso del duelo: el grabado introdujo una experiencia que, de entrada, se encuentra entre la vida y la muerte; la muerte no es absoluta, pero tampoco es vida plena. Así, como dice Metz, la experiencia del duelo no se ve favorecida (porque recordamos al ser querido con los rasgos del estar vivo, no muerto).

3.       El que "está vivo".    

La toma directa nos enfrenta, parafraseando a Barthes, a misma "la intratable realidad" a la que nos enfrenta la fotografía, pero su estatuto es totalmente distinto. Si el acto fotográfico a la vez que corta, congela, y hace pasar "del mundo de los vivos al mundo de los muertos, de la luz a las tinieblas, de la carne a la piedra"; y el grabado nos contacta con un mundo de sombras habitado por fantasmas (muertos que hablan desde donde ya no están o que se desplazan con las marcas del "estar vivo" e incluso, a veces, nos interpelan) que en cualquier momento, por otra parte, podemos visitar y habitar; el directo mediático nos enfrenta a la previsibilidad e imprevisibilidad de la vida, de los que están vivos y de lo real, y a otra concepción, totalmente distinta, de nuestra experiencia, porque nos involucra en forma plena.

Por un lado, recordémoslo, el directo es una experiencia milenaria asimilable a la vida y a la vigilia (no a la muerte, no al mundo de las sombras): por su eje temporal está presente en los contactos que establecemos en nuestra vida perceptiva con los que están vivos (hombres, animales); o con los que vivenciamos cada vez que asistimos a un espectáculo donde acontece, ya sea artístico (desde el teatro griego al happening) o deportivo (desde las carreras de carros romanas a las de Fórmula 1), etc. Es una experiencia que, como sociedad, conocemos desde el inicio de los tiempos. En su forma mediatizada también la conocemos desde hace siglos, por ejemplo, a través del tam-tam. Pero, por otro lado, desde que se institucionalizó en la vida social en el último siglo y medio - primero a través del teléfono, luego la radio y finalmente de la televisión- se ha constituido a su vez como una experiencia nueva, que adquiere, en cada mediatización, caracteres singulares. Por ejemplo, el teléfono vino a establecer, frente al intercambio epistolar, un nuevo capítulo en las relaciones interindividuales. Hablar por teléfono implica poner la voz, poner el cuerpo y abrirse a una conversación por definición fuera de control; es decir, entregarse a la imprevisibilidad de la vida.

La radio nos permitió seguir simultáneamente el curso de acontecimientos públicos a grandes audiencias. Desde que existe la televisación cotidiana de determinados acontecimientos en directo a audiencias mundiales tenemos también otra experiencia compartida, pero no está ligada a la escritura, ni a las técnicas del grabado (desde las que nos interpelan relatores que ya saben que sucedió, dando a los acontecimientos el espesor de los hechos históricos, sucedidos). Hoy podemos seguir, con la consciencia de que somos un número de audiencias que frecuentemente se cuentan en miles de millones de espectadores, eventos deportivos que acontecen a miles de kilómetros de distancia (una carrera de Fórmula Uno, una pelea, la final de tenis de un Grand Slam o de la copa UEFA, etc.). Gracias a la toma directa podíamos hacerlo en simultáneo desde la emergencia de la radio, pero desde que la televisión se impuso accedemos, además, en cuanto a la construcción de su visibilidad, a una construcción supraindividual homogénea (mayor que la de cualquier espectador individual en el lugar, incluso de los relatores). Y nos constituimos, frente a toda experiencia en grabado, en testigos. No nos involucramos como en la conversación telefónica, que depende de nuestra intervención corporal para acontecer, pero somos testigos en un sentido pleno, como si lo estuviéramos viendo donde acontece. No hay, en este nivel, distanciamiento: es muy distinto de lo que sucede en grabado, en el que otro testigo - aunque más no sea la cámara- nos muestra lo que ya vio.

4. Discusión.

Los dispositivos vinieron a cambiar nuestra relación con la vida y con la muerte. Desde que existe la fotografía tenemos la posibilidad de convertimos en muertos momentáneos y, por el mismo acto, perdurar mientras que la imagen ―ahora digitalizable― no se destruya. Merced al grabado desde hace ya algo más de un siglo es posible vivenciar un estado que se encuentra entre la vida y la muerte (parafraseando a Barthes, una microexperiencia de la muerte; algo que sólo habían habilitado, para unos pocos, la pintura y la escritura - pero sin registrar el movimiento y sin motivación indicial). Basta con ser filmado, o grabado, o con dejar un mensaje en un contestador para superar la muerte y acceder así, como fantasmas, a una posteridad que puede ser fugaz o casi eterna. Así como basta con levantar el teléfono para estar presentes de inmediato muy lejos, o con ver a Pete Sampras ganar por séptima vez Wimbledon (su decimotercer Grand Slam) para ser testigos de un momento importante de la historia del deporte contemporáneo (cuando un jugador se convierte en el que más Grand Slam ha ganado).

Como todos sabemos estas experiencias no son excepcionales, sino que se han extendido desde entonces sin cesar en la vida cotidiana. En realidad, podemos decir que vivimos rodeados de muertos, de fantasmas, de "vivos" mediáticos, de testigos lejanos, y que, cotidianamente, nos convertimos en todos ellos (a veces a lo largo de un día). Que hemos aprendido a interactuar de forma sutil en nuestra vida íntima y privada con tan distintas transformaciones de nuestro cuerpo así como con tan distintos estados. Cuánto incidieron estas experiencias, que diferencian nuestro contacto con la vida y la muerte, de las que tuvieron todas las generaciones pasadas, es algo tan difícil de definir como de dimensionar. Pero no me quedan dudas que es un proceso que no sólo, como suele decirse, ha llegado para quedarse; sino que apenas se ha iniciado, que día a día parece potenciarse cada vez más; y que introduce cambios cotidianamente, casi imperceptiblemente, en nuestra relación con la vida y con la muerte; cambios que, según parece - basta con ver que buena parte de la bibliografía citada es de la década del '80- apenas hemos comenzado a conceptualizar.


Mario Carlón