sábado, 9 de agosto de 2014

La Televisión

El mundo en una caja

Este siglo convertiría en vivencia cotidiana la visión a distancia, un sueño que muchas generaciones de científicos habían anhelado.


Desde 1930, la radiodifusión de la Unión Soviética, Francia, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos se concentró en experimentos para que la imagen acompañara a la transmisión del sonido. El invento alcanzó su época de oro en la posguerra y ofreció una alternativa ante el deprimente panorama de las ciudades desvastadas por la guerra, la amenaza de una conflagración nuclear, la desolación espiritual y las penurias económicas de los individuos y las familias. Si en 1945 el equipo de visión a distancia era un juguete caro que se vendía poco y mal, en la década siguiente constituía ya una manera de relacionarse con el mundo desde la comodidad del salón familiar.
Además de ser un entretenimiento como la radio y el cine, el nuevo artefacto permitía a la gente presenciar muchos acontecimientos públicos, desde las competiciones deportivas a miles de kilómetros de distancia hasta una sesión de las Naciones Unidas. La experiencia era, por lo regular, más satisfactoria que si se hubiera asistido al acto multitudinario, pues las cámaras ofrecían primeros planos de los protagonistas.
Para algunos, el televisor paralizaba la imaginación, por capturar la atención de la vista y el oído; era preferible la radio porque propiciaba el ensueño y dejaba libre el mundo de la fantasía. Pero la fascinación de ser testigo de una aventura submarina, o de sentirse transportado al mundo épico del caballero Ivanhoe, subyugó a la mayoría. Muy pronto, este aparato receptor de imágenes y sonido modificó las formas de interrelación personal. Ser el feliz poseedor de un televisor, a principios de la década de los cincuenta, convertía a la persona en un individuo envidiable. La reunión social en una casa donde hubiera un televisor tomaba un giro diferente: el aparato se convertía en el centro de atracción, y los invitados disfrutaban la nueva experiencia de abrir una ventana al mundo exterior a través de la pequeña pantalla.
Los críticos comenzaron a hablar de “la caja boba”, cuyas imágenes no guardaban relación con la vida real. En las telenovelas nadie lavaba nunca los platos ni perdía la compostura; las amas de casa cocinaban y tendían las camas con tacones altos, aretes de perlas y faldas impecablemente planchadas. Pero al público eso no le importaba. Al principio, los televidentes sólo disfrutaban de 5 o 6 horas por la tarde y la noche, pero en poco tiempo fue necesario aumentar las opciones de la programación.
Del mismo modo, así como los actores de cine y la radio trabajaban para la televisión, pronto hubo que especializarse o invertir el proceso: si se tenía éxito en la pantalla chica, la fama aguardaba en la pantalla grande.
En 1955, la televisión ya funcionaba regularmente en 34 países, se organizaba en otros 12 y se hallaba en proceso de planificación en 19 más. Estados Unidos tenía gran ventaja sobre el resto del mundo, ya que el 80% de los televisores del planeta se concentraban en su territorio.


Fragmento extraído de Escenas inolvidables del siglo XX, Reader’s Digest de México, 1998

viernes, 23 de mayo de 2014

Los comienzos del séptimo arte argentino

cine argentino en el siglo XX


El 28 de septiembre de 1896, apenas un año después de la primera exhibición en París del cinematógrafo de los hermanos Lumière, las clases acomodadas argentinas pudieron disfrutar de la primera proyección del nuevo invento. Un año más tarde se realizó la primera cinta nacional La bandera argentina (1897), un documental patriótico rodado por un francés, Eugène Py.

Tras unos inicios dominados por el documental y el cortometraje, otro extranjero, el italiano Mario Gallo, rodó la primera película con hilo argumental, también de corte histórico-patriótico, El fusilamiento de Dorrego, en 1907. Hay que esperar hasta 1915 para encontrar la primera película netamente argentina con alguna repercusión: Nobleza gaucha, de Humberto Cairo, ya en la línea sentimental y costumbrista que reaparecerá en varios momentos del futuro de la industria.

Otro inmigrante italiano, Federico Valle, hizo el primer largometraje de dibujos animados en 1916, El apóstol, una sátira política; la primera película argentina con muñecos, Una noche de galán en el Colón, en 1919; y poco después, en 1920, el primer noticiario cinematográfico argentino: Film Revista Valle.

Por aquel entonces, José A. Ferreyra utilizaba con éxito los temas de las letras del tango: el mundo del arrabal, las historias de amoríos, engaños y desengaños, entre otros, pero aún dentro de la dispersión industrial del periodo mudo.

Con la llegada del cine sonoro surgió entre el público la exigencia de escuchar su propio acento, en lugar del castellano al uso en las películas realizadas en Hollywood o en París. En estrecha relación con esta demanda, la producción argentina de aquella época se iba a ver marcada por el auge del tango, en aquel momento la música popular de mayor impacto mundial, que se asumía como algo propio incluso en países tan distantes como la Unión Soviética o Finlandia, y que daría lugar a producciones estadounidenses alrededor del cantante argentino Carlos Gardel.  

Bajo este influjo se rodó en 1933 el primer filme sonoro argentino, Tango, de Luis Moglia Barth. A este éxito siguió ese mismo año el de Los tres berretines, de Enrique T. Susini, y poco después, más desde el campo de la revista musical, Noches de Buenos Aires (1935), de Manuel Romero, o Puerto Nuevo (1936), de Luis César Amadori.  


Por aquel entonces surgió también una generación de nuevos realizadores que floreció antes de la II Guerra Mundial, más orientada hacia un cine de género con aspiraciones artísticas, en la que destacaban Leopoldo Torre-Ríos (La vuelta al nido, 1938), el también actor Mario Soffici (que había empezado con El alma del bandoneón, 1935, pero más tarde hizo las más serias Viento norte, 1937 y Prisioneros de la tierra, 1939, precursora el cine social argentino), y sobre todo, Luis Saslavsky (Crimen a las tres, 1935; La fuga, 1937; Puerta cerrada, 1939; o La casa del recuerdo, 1940), el cineasta del periodo con más aspiraciones intelectuales.

Pero la II Guerra Mundial resultó nefasta para la producción argentina, ya que, debido a las simpatías del Gobierno con las potencias del eje, los directivos de la industria estadounidense dejaron de enviar sus negativos a este país para mandarlos a México, lo que supuso un auge de la industria cinematográfica mexicana en perjuicio de la argentina.

A este hecho se vino a unir el golpe de Estado de 1943, que favoreció el aumento del número de películas en detrimento de su calidad y que aplicó una fuerte censura. No obstante, destacan en este periodo Tres hombres del río (1943), de Mario Soffici; La dama duende (1945), de Luis Saslavsky; A sangre fría (1947) y La vendedora de fantasía (1950), de Tynaire, ambas interpretadas por el actor Alberto Closas –que luego continuó su carrera en España— y sobre todo Lucas Demare, que dirigió Su mejor alumno (1944), Pampa bárbara (1945), y Los isleros (1951).


Después, con la caída del peronismo en 1955, se produjeron una serie de películas de crítica abierta a este régimen, comenzando con la de Lucas Demare Después del silencio (1956). Durante este periodo aparecieron dos jóvenes realizadores: Leopoldo Torre Nilsson, que hizo La casa del ángel (1957), Fin de fiesta (1960), La mano en la trampa (1961) y Martín Fierro (1968); y Fernando Ayala, que dirigió Ayer fue primavera (1954), Los tallos amargos (1956) y El jefe (1958).


Ya en la década de 1960, la influencia de la nouvelle vague francesa en el cine argentino se refleja en títulos como Alias Gardelito (1961), del actor Lautaro Murúa (conocido por sus intervenciones en las películas de Leopoldo Torre Nilsson, autor de la popularísima La Raulito, 1975); La cifra impar (1961), sobre texto de Julio Cortázar, y la inédita Los venerables todos (1962), ambas de Manuel Antín; Los jóvenes viejos (1961), al estilo del italiano Michelangelo Antonioni, y Pajarito Gómez (1964), de Rodolfo Kuhn.


También en estos años y bajo la influencia de la nouvelle vague el actor Leonardo Favio se lanzó a la dirección con Crónica de un niño solo (1964), El romance de Aniceto y Francisca (1967) y El dependiente (1968). Fue entonces cuando se consolidó en el cine argentino una fuerte impronta ideológica, que atrajo incluso producciones extranjeras, como Los inocentes (1962) o La boutique (1967), de los directores españoles Juan Antonio Bardem, y Luis García Berlanga, respectivamente, rodadas en Argentina por problemas con la censura franquista. En esta línea ideológica, que aún hoy perdura, destaca la encuesta neoperonista de cuatro horas y media La hora de los hornos (1968), de Fernando Solanas y Octavio Genio.

Por su parte, Torre Nilsson filmó Güemes, la tierra en armas (1972), Boquitas pintadas (1974), adaptación de la novela de Manuel Puig que alcanzó gran éxito internacional, y La mafia (1971), que explora el tema de esta organización familiar-delictiva un año antes que El padrino, de Francis Ford Coppola.

El golpe militar de 1976 y la dictadura posterior, provocaron una crisis de la cinematografía nacional, y hasta 1980 apenas se realizaron producciones interesantes, a excepción de películas como La parte del león (1978), debut del director Adolfo Aristarain.

Este periodo de crisis se remontó, no obstante, con una serie de interesantes realizaciones que trataban de una u otra forma temas políticos, como Tiempo de revancha (1981) y Los últimos días de la víctima (1982), de Aristarain; Asesinato en el Senado de la Nación (1984), de Juan José Jusid, de corte histórico; La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, Oscar a la mejor película extranjera; y No habrá más penas ni olvidos (1983), de Héctor Oliveira, Oso de Plata en el Festival de Berlín, que tratan directamente las trágicas consecuencias de la dictadura militar.

 
Dentro de esta corriente el tema del exilio aparece también en Tango, el exilio de Gardel (1985), de Fernando Solanas, que obtuvo el César a la mejor banda sonora original escrita por Ástor Piazzola, y se perciben tintes feministas en la obra de María Luisa Bemberg, realizadora más comercial y prolífica, que en sus retratos de la alta burguesía argentina, como Miss Mary (1986), trata también de adscribirse al análisis político vigente.

Este brillante periodo, durante el que se realizaron películas como La deuda interna (1988) de Pereira, alcanzó un promedio anual de producción de más de 30 películas. Su esplendor se vio truncado por el crecimiento de la inflación y la crisis económica de 1989, que hizo descender el número de rodajes y provocó que algunos de los mejores realizadores, como Aristarain, se instalaran fuera del país. En su caso se trasladó a España, donde rodó Un lugar en el mundo (1992), premio Goya de la Academia de Cinematografía Española en 1993, y, ya como producción totalmente española La ley de la frontera (1995).

No obstante, los últimos años han asistido a un nuevo un renacer del cine argentino, si no industrial sí artístico, a través de figuras como Eliseo Subiela, director de Hombre mirando al sudeste (1986), El lado oscuro del corazón (1992), o No te mueras sin decirme a dónde vas (1995); de películas que mezclan convenciones de género con la crítica social, como Perdido por perdido (1993) de Alberto Lecchi; o de obras de autores ya maduros, como Gatica el mono, de Leonardo Favio, Goya en 1994, todas ellas con cierta distribución internacional.

 

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