sábado, 30 de julio de 2011

Lenguaje cinematográfico

La evolución del lenguaje cinematográfico
(fragmento adaptado)

En 1928 el cine mudo estaba en su apogeo. Dentro de la vida estética por la que se había introducido, les parecía que el cine había llegado a ser un arte supremamente adaptado a la “exquisita tortura” del silencio y que por tanto el realismo sonoro no podía traer más que el caos.
De hecho, ahora que el uso del sonido ha demostrado suficientemente que no venía a destruir el antiguo testamento cinematográfico sino a completarle, habría que preguntarse si la revolución técnica introducida por la banda sonora corresponde verdaderamente a una revolución estética, o en otros términos, si los años 1928-30 son efectivamente los del nacimiento de un nuevo cine. Considerándolo desde el punto de vista de la planificación , la historia del cine no pone de manifiesto una solución de continuidad tan evidente como podría creerse entre el cine mudo y el sonoro. Pueden además descubrirse parentescos entre algunos realizadores de los años 25 y otros de 1935 y sobre todo del período 1940-50. Por ejemplo, entre Eric Von Stroheim y Jean Renoir  u Orson Welles, Carl Theodor Dreyer y Robert Bresson. Estas afinidades más o menos marcadas prueban, por de pronto, que puede arrojarse un puente por encima del hueco de los años 30, y que ciertos valores del cine mudo persisten en el sonoro; pero sobre todo que se trata menos de oponer el “mudo” y el “sonoro” que de precisar la existencia en uno y otro de algunos grupos con un estilo y unas concepciones de la expresión cinematográfica fundamentalmente diferentes.
Se distingue en el cine, desde 1920 a 1940, dos grandes tendencias opuestas: los directores que creen en la imagen y los que creen en la realidad.
Por “imagen” entiendo de manera amplia todo lo que puede añadir a la cosa presentada su representación en la pantalla: la plástica de la imagen y los recursos del montaje (que no es otra cosa que la organización de las imágenes en el tiempo). En la plástica hay que incluir el estilo del decorado y del maquillaje, y también el estilo de la interpretación; la iluminación, naturalmente, y, por fin, el encuadre cerrando la composición. Del montaje, que como es sabido proviene principalmente de las obras maestras de Griffith, André Malraux escribía en la Psychologie du cinéma que constituía el nacimiento del film como arte; lo que le distinguía de la simple fotografía animada convirtiéndolo en un lenguaje.
La utilización del montaje puede ser “invisible”, como sucedía muy frecuentemente en el film americano clásico de la anteguerra. El fraccionamiento de los planos no tiene otro objeto que analizar el suceso según la lógica material o dramática de la escena. El espíritu del espectador se identifica con los puntos de vista que le propone el director porque están justificados por la geografía de la acción o el desplazamiento del interés dramático.
Pero la neutralidad de esta planificación “invisible” no pone de manifiesto todas las posibilidades del montaje. Estas se captan, en cambio perfectamente en los tres procedimientos conocidos con el nombre de “montaje paralelo”, “montaje acelerado” y “montaje de atracciones”. Gracias al montaje paralelo Griffith llegaba a sugerir la simultaneidad de dos acciones, alejadas en el espacio, por una sucesión de planos de una y otra. Abel Gance nos da la ilusión de la aceleración de una locomotora sin recurrir a verdaderas imágenes de velocidad (porque después de todo las ruedas podrían dar vueltas sin moverse del sitio), tan sólo con la multiplicación de planos cada vez más cortos. Finalmente el montaje de atracciones, creado por Sergio M. Eisenstein y cuya descripción es menos sencilla, podría definirse aproximadamente como el refuerzo del sentido de una imagen por la yuxtaposición de otra imagen que no pertenece necesariamente al mismo acontecimiento: los fuegos artificiales, en La línea general, suceden a la imagen del toro.
Los montajes de Eisenstein o de Gance no nos muestran el acontecimiento: aluden a él. Toman, sin duda, la mayor parte de sus elementos de la realidad que piensan describir, pero la significación final de la escena reside más en la organización de estos elementos que en su contenido objetivo. Sugieren la idea con la mediación de una metáfora o de una asociación de ideas. Así, entre el guión propiamente dicho, objeto último del relato y la imagen bruta se intercala un catalizador, un “transformador” estético. El sentido no está en la imagen, es la sombra proyectada, por el montaje sobre el plano de la conciencia del espectador.   
El cine soviético había llevado a sus últimas consecuencias la teoría y la práctica del montaje, mientras que la escuela alemana hizo padecer a la plástica de la imagen (decorado e iluminación) todas las violencias posibles. En gran parte de la época del cine mudo, el montaje no es tenido en cuenta, la unidad semántica y sintáctica no es el plano; la imagen no cuenta en principio por lo que añade a la realidad sino por lo que revela en ella. Si deja de considerarse el montaje y la composición plástica de la imagen como la esencia misma del lenguaje cinematográfico, la aparición del sonido no es ya la línea de quiebra estética que divide dos aspectos radicalmente diferentes del séptimo arte. Un cierto cine que ha creído morir a causa de la banda sonora, no era realmente “el cine”; el verdadero plano de cristalización estaba en otro sitio y continuaba y continúa sin ruptura, atravesando años de historia del lenguaje cinematográfico.
Caballero sin espada
De 1930 a 1940 parece haberse producido en todo el mundo y especialmente en América una cierta comunidad de expresión en el lenguaje cinematográfico. Se produce en Hollywood el triunfo de cinco o seis grandes géneros, que aseguran desde entonces su aplastante superioridad: La comedia americana (Caballero sin espada de Capra, 1936), el género burlesco (Los hermanos Marx), las películas musicales (Fred Astaire y Ginger Rogers, las Ziegfeld Follies), el film policíaco y de gangsters (Scarface, Soy un fugitivo, El delator), el drama psicológico y de costumbres (Back Street, Jezabel), el film fantástico o de terror (Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, El hombre invisible, Frankestein) y el western (La diligencia, 1939). La segunda cinematografía del mundo durante ese mismo período es, sin duda alguna, la francesa; su superioridad se afirma poco a poco con una tendencia que puede llamarse de manera aproximada realismo negro o realismo poético, dominado por cuatro nombres: Jacques Feyder, Jean Renoir, Marcel Carné y Julián Duvivier. La producción americana y francesa bastan para definir claramente el cine sonoro de la anteguerra como un arte que ha logrado de manera manifiesta alcanzar equilibrio y madurez.
En cuanto al fondo: grandes géneros con reglas bien elaboradas, capaces de contentar a un amplio público internacional y de interesar también a una élite cultivada con tal de que a priori no sea hostil al cine.
En cuanto a la forma: estilos de fotografía y de planificación perfectamente claros y acordes con el asunto; una reconciliación total entre imagen y sonido. Todas las características de la plenitud de un arte “clásico”.

Andre Bazin


“Evolución del lenguaje cinematográfico” en ¿Qué es el cine?, Ediciones Rialp, 1996



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