jueves, 7 de julio de 2011

Roland Barthes "Los romanos en el cine"

LOS  ROMANOS  EN  EL  CINE


En el Julio César de Mankiewicz, todos los personajes tienen flequillo sobre la frente. Unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo, otros aceitado, todos lo tienen bien peinado y no se admiten los calvos, aunque la Historia romana los haya proporcionado en buen número. Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello y el peluquero, artesano principal del film, supo extraer en todos los casos un último mechón que alcanzó el borde de la frente, de esas frentes romanas cuya exi­güidad siempre ha indicado una mezcla específica de derecho, de virtud y de conquista.
¿Pero qué es lo que se atribuye a esos obstinados flequillos? Pues ni más ni menos que la muestra de la romanidad. Se ve operar al descubierto el resorte fun­damental del espectáculo: el signo. El mechón frontal inunda de evidencia, nadie puede dudar de que está en Roma, antaño. Y esta certidumbre es continua: los actores hablan, actúan, se torturan, debaten cuestiones "universales", sin perder nada de su verosimilitud his­tórica, gracias a ese emblema extendido sobre la frente: su generalidad puede dilatarse con seguridad absoluta, atravesar el Océano y los siglos, incorporar el aspecto yanqui de los extras de Hollywood, poco importa, todo el mundo está instalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad, donde los romanos son ro­manos por el más legible de los signos, el cabello sobre la frente.
Un francés, a cuyos ojos los rostros americanos aún conservan algo de exótico, juzga cómica esa mezcla de morfologías: gángsters-sherifs y flequillo romano; en todo caso es un excelente chiste de music-hall; para nosotros el signo funciona con exceso: al dejar que apa­rezca su finalidad, se desacredita. Pero el mismo flequi­llo, llevado por la única frente naturalmente latina del film, la de Marlon Brando, se nos impone sin hacernos reír y no debería excluirse la posibilidad de que parte del éxito europeo de este actor se deba a la integración perfecta de la capilaridad romana en la morfología ge­neral del personaje. En contraste, Julio César resulta increíble con ese aspecto de abogado anglosajón ya desgastado por mil segundos papeles policiales o cómi­cos, con ese cráneo bonachón rastrillado por un lamen­table mechón trabajado por el peluquero.
Dentro del orden de las significaciones capilares, encontramos un subsigno: el de las sorpresas nocturnas. Porcia y Calpurnia, desveladas en plena noche, mues­tran los cabellos ostensiblemente desaliñados; la prime­ra, más joven, tiene el desorden flotante, es decir que la ausencia de arreglo aparece de algún modo en su pri­mer grado; la segunda, madura, presenta un punto flo­jo más trabajado: una trenza contornea su cuello y aparece por delante del hombro derecho, imponiendo, de esta manera, el signo tradicional del desorden, que es la asimetría. Pero esos signos son a la vez excesivos e irrisorios: postulan una "naturalidad" que ni siquiera tienen el coraje de sostener hasta el fin: no son "francos".
Otro signo de este Julio César: todos los rostros su­dan sin interrupción: hombres del pueblo, soldados, conspiradores, todos bañan sus rasgos austeros y crispa­dos con un chorrear abundante (de vaselina). Y los primeros planos son tan frecuentes que, sin lugar a du­das, el sudor resulta un atributo intencional. Como el flequillo romano o la trenza nocturna, el sudor también es un signo. ¿De qué?: de la moralidad. Todo el mundo suda porque en todos algo se debate; estamos ubicados en el lugar de una virtud que se atormenta horrible­mente, es decir en el lugar mismo de la tragedia; y el sudor se encarga de manifestarlo. El pueblo, traumati­zado por la muerte de César y luego por los argumentos de Marco Antonio, el pueblo suda, combinando econó­micamente, en ese único signo, la intensidad de su emo­ción y el carácter grosero de su condición. Y los hombres virtuosos, Bruto, Casio, Casca, también traspiran sin cesar, testimoniando el enorme tormento fisiológico que en ellos opera la virtud que va a nacer de un crimen. Sudar es pensar (cosa que, evidentemente, descansa sobre el postulado, propio de un pueblo de hombres de negocios, de que pensar es una operación violenta, cataclísmica, cuyo signo más pequeño es el sudor). En todo el film, sólo un hombre no suda, permanece lán­guido, imberbe, hermético: César. Evidentemente, Cé­sar, objeto del crimen, permanece seco, pues él no sabe, no piensa, debe conservar el aspecto nítido, solitario y limpio del cuerpo del delito.
También aquí el signo es ambiguo: permanece en la superficie, pero no por ello renuncia a hacerse pasar como algo profundo; quiere hacer comprender (lo cual es loable), pero al mismo tiempo se finge espontáneo (lo cual es tramposo), se declara a la vez intencional e inevitable, artificial y natural, producido y encontra­do. Esto nos puede introducir a una moral del signo. El signo debería darse bajo dos formas extremas: o fran­camente intelectual, reducido por su distancia a un álgebra, como en el teatro chino, donde una bandera significa todo un regimiento; o profundamente arrai­gado, inventado de algún modo cada vez, librando una faz interna y secreta, señal de un momento y no de un concepto (el arte de Stanislavski, por ejemplo). Pero el signo intermediario (el flequillo de la romanidad o la transpiración del pensamiento) denuncia un espec­táculo degradado, que tanto teme a la verdad ingenua como al artificio total. Pues, si es deseable que un espectáculo esté hecho para que el mundo se vuelva más claro, existe una duplicidad culpable en confundir el signo y el significado. Es una duplicidad propia del espectáculo burgués: entre el signo intelectual y el signo visceral, este arte coloca hipócritamente un signo bas­tardo, a la vez elíptico y pretencioso, que bautiza con el nombre pomposo de "natural".

Roland Barthes


Mitologías
decimosegunda edición en español, 1999
© siglo xxi editores, s. a. de c. v.

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